En estos días en los que he estado animándome a mejorar mis dotes culinarias. Me he puesto algo nostálgico recordando los días en los que ni por equivocación mis padres me dejaban estar más de cinco segundos en la cocina. Y es que era sumamente torpe, todo se me caía, rompía... [you've got the big picture already].
Además, cuando me encontraba sólo en casa, gustaba de hacer diversos experimentos, especialmente con el horno de microhondas. A la fecha, por ejemplo, mi madre no perdona –ni olvida– que le eché a perder un juego de platos (unos de vidrio y otros de plástico) que quedaron deformes por mis intentos de hacer rocetas de maíz (palomitas) [sí, las semillas, no las bolsitas que te venden de ACTII y semejantes] con queso fundido; o huevos cocidos (sin hervirlos); y ya no hablemos de lasagna... con papel aluminio.
[Comercial: debo destacar la sorprendente calidad del horno (era MABE), pues pese a todo, jamás se descompuso... al menos no irremediablemente, lo cual me salvó, without a doubt, de numerosas reprimendas físicas].
Mención aparte merecen mis intentos fallidos de hacer chilaquiles [que a la fecha no he podido superar]. Como he mencionado aquí, aquí, e incluso aquí [el más grande atentado gastronómico... ever], adoro este platillo. Pero, la primera vez que los hice: se quemaron; la segunda, se batieron; y la tercera... bueno, se quemaron de abajo y se batieron de encima. En palabras de la querida Walküre, parecían "vomitada de borracho".
Y la mejor, otro más de mis "osos": mi primer pastel. Justo cuando lo preparaba recibí una llamada telefónica, y por distraerme, le puse sal en vez de azúcar. El producto final: aunque a la vista bastante estético; a no ser que sufrieras de una deshidratación crónica, no le habría recomendado ni a mi peor enemigo el probar siquiera un bocado.
Y la mejor, otro más de mis "osos": mi primer pastel. Justo cuando lo preparaba recibí una llamada telefónica, y por distraerme, le puse sal en vez de azúcar. El producto final: aunque a la vista bastante estético; a no ser que sufrieras de una deshidratación crónica, no le habría recomendado ni a mi peor enemigo el probar siquiera un bocado.
El pasado jueves –era una calurosa tarde– tuve la genial idea de preparar agua de limón con pepino [había visto cómo la preparaban numerosas veces cuando trabajaba en Hogar Dulce Hogar]. Lavé los pepinos, los partí y los metí en la licuadora, e hice lo correspondiente con los limones. Tras licuarlos, los colé en un cedazo y el líquido restante lo puse en una jarra a la que le añadí agua, hielos y azúcar.
Me senté a comer [había preparado un sofrito con camarones y un rissotto con hongos shitake]. Todo había quedado delicioso, lamento decir. Sí, lo lamento porque fue entonces cuando –en una de esas clásicas ocasiones en las que tragas más de lo que puedes masticar– decidí beber el agua. Fue sumamente desagradable. Fue peor que comer maror en Pesaj y combinarlo con cualquier analgésico en polvo todo eso en la lengua. Instantáneamente corrí a vomitar. Obviamente, se me quitaron las ganas de comer y tiré toda la bebida.
Moraleja para las y los tragaldabas: si agua con limón quieres hacer, retirarle las semillas primero será tu deber; ah, y si su cáscara piensas dejar, bébela inmediatamente o lo vas a lamentar.
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